Narrativa

Premio de Relato Corto 
XIII CERTAMEN LITERARIO “CASTILLO DE CORTEGANA”

BOLICHE

Fue uno de esos típicos amaneceres del mes de enero en Sierra Morena. La niebla envolvía de gris todos los colores de la dehesa: el rugoso negro del tronco de las encinas, el acartonado caqui de los chaparros, el descorchado marrón oscuro del pie de los alcornoques, el desnudo ocre invernal de la alameda, la hierba y su verde manto chorreado de menudas pizcas de agua… Aquella mañana no se movía el aire por lo que el campo yacía totalmente callado. Solamente el cristalino discurrir del arroyo y las gotas de agua desprendidas de las caladas ramas de la arboleda al chocar contra el suelo, rompían aquel fantasmagórico silencio.
Sobre un montículo, al lado del carril que bajaba desde la carretera de La Nava, se situaba la vetusta zahúrda. En su puerta, junto a un enorme pedrusco de caliza a modo de mesa, todo estaba preparado: un fajín de esparto enrollado y atado con un cordel por cuyo extremo asomaban las cachas de la mojarra, un lebrillo para la sangre, el mandil del matancero, la bolsa de piel con la chaira, el hacha y el resto de cuchillos, un asperón, un cubo de latón y una lechera llena de agua hirviendo.
En el pestilente y empedrado corralón rectangular de altas paredes de piedra forradas de musgo, todo cubierto de barro y excrementos, entramos mi tío, mi padre, mis dos hermanos y yo. Nos colocamos estratégicamente cada dos metros formando una línea recta que cubría la porqueriza de pared a pared. Junto al muro del fondo, el puerco corría, visiblemente excitado, de un extremo a otro buscando una salida que ya le habíamos negado. Al alcanzar el centro del corral Juan Antonio, el matancero, situado detrás de la línea, avisó con un golpe de voz fuerte y seco a mis hermanos para que adelantaran su avance desde los extremos. Poco a poco se estrechaba el cerco al animal que, estático, se aculaba contra las piedras mostrando desafiante sus romos y mellados colmillos, a la vez que emitía roncos y amenazadores gruñidos. La tensión del lance subía por momentos. Las voces cada vez más elevadas y descontroladas, delataban el miedo que incendiaba aquel rígido escenario. De repente gritó mi padre:
- ¡Venga, ahora!
Mi hermano se abalanzó sobre una de las orejas del cerdo. Yo lancé mi ataque simultáneamente sobre el rabo. Lo conseguí agarrar fuertemente después de dos intentos fallidos. El resto de la camarilla hizo lo propio con la otra oreja y las dos patas traseras. El animal intentó la huida hacia la entrada del corral con los cinco hombres a rastras. Ajeno a todo aquello, lo único que consiguió fue aproximarse hacia el patíbulo.
Una vez inmovilizado, ensordecido por los estridentes chillidos, Juan Antonio ató alrededor del hocico de la bestia una cuerda con el fin de evitar sus peligrosos mordiscos. Con un último y ajustado empujón, a la de tres, lo tumbamos sobre la enorme mesa de piedra caliza. Pese a las constantes sacudidas y patadas por liberarse, aquel enorme verraco de casi trescientos kilos tenía los minutos contados.
El matarife dejó la ligadura del hocico en manos del abuelo y fue a buscar el fajín de esparto. De su interior extrajo la afilada y vieja mojarra que junto al resto de cuchillos, su oficio y el de relojero municipal, fueron la única herencia de su padre. La restregó, hacia arriba y hacia abajo, dos veces, raspando la pana de sus pantalones. Se acercó hasta la cabeza del cerdo que aún gritaba hasta el punto de impedir el diálogo entre todos nosotros. A duras penas controlábamos las desesperadas sacudidas, cada vez más fuertes y contundentes del condenado. Virtudes, la esposa de Juan Antonio, arremangada hasta los hombros a pesar del frío, regó con agua hirviendo los brazos de su marido y después los secó con su delantal. Se colocó en cuclillas sujetando el pesado lebrillo bajo la cabeza del malogrado marrano. Con un gesto de su brazo izquierdo el matancero apartó hacia atrás al abuelo y colocó la punta del cuchillo en el cuello del animal.
-¡Venga, sujetad ahora, que ya voy!- gritó Juan Antonio. En ese instante todos sujetamos con más fuerza, algunos totalmente recostados sobre el enorme cerdo. Con una leve pero a la vez firme presión, el filo de la mojarra se hundió, diestramente manejado, entre las gruesas capas de grasa del cebón hasta la empuñadura; hacia adentro y hacia afuera, dos veces. Después salió escurriendo sangre por su brillante hoja de doble filo con forma de corazón. Al instante, un caudaloso y humeante manantial rojo brotó, salpicando el rostro de Juan Antonio, desde las entrañas del animal que aún se defendía a patadas lanzando al aire estremecedores chillidos. El acristalado barro cocido del lebrillo se llenaba con aquella cascada púrpura y espumosa que Virtudes agitaba mañosamente con su mano derecha para evitar que coagulara. Los gritos del sentenciado retumbaban por todo el valle y sus ecos se podían oír a kilómetros de distancia.
Durante cinco minutos estuvo saliendo sangre de aquella mortal herida. Cinco minutos se mantuvieron los gemidos del cerdo hasta que, poco a poco, al igual que se consume el fuego de una cerilla, se fueron haciendo más débiles e imperceptibles, hasta terminar en una sostenida y tenue expiración. En ese momento, Juan Antonio, con una sonrisa en la boca nos miró a todos y nos dijo:
- ¡Ea!, soltadlo que ya no se escapa- y todos nos pusimos a reír.
Entonces mi padre sacó del coche una caja de polvorones y la colocó sobre el cadáver del animal aún caliente y totalmente flácido. Abrió la botella de Cazalla y nos sirvió, uno a uno y en el mismo vaso, un chupito de licor. No había transcurrido ni media hora.

* * *

Justo un año antes, mi padre nos había regalado a todos los hermanos un precioso lechón ibérico. Su divertido carácter juguetón y saltarín, lo hizo merecedor de nuestra amistad desde el primer momento. Por su aspecto, totalmente negro y redondito, le pusimos por nombre Boliche. Lo criamos con biberones de leche de cabra.

La noche anterior al día de la matanza, con lágrimas en los ojos, lo vi comer por última vez de mi mano.

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