PRESENTACIÓN DE LAS FUENTES DE LA LUZ
Fundación Museo Pintor Amalio (14/12/2018)
Ante todo quiero dar las gracias a todos por estar aquí,
en este singular y emblemático rincón de Sevilla, esta tarde de un viernes tan
cercano a las fiestas navideñas, días en los que solemos estar más entregados a
las compras, que a las presentaciones de libros
y a otros actos culturales.
Gracias a Tomás, no solo por acompañarme participando
tan acertadamente con lo que le ha dado de sí su atenta lectura de mi libro, sino
también por su continua presencia en torno al arte y a la poesía sevillanos. Siempre
es un placer estar junto a personas como él.
Y muchas gracias a María José García del Moral, a su
esposo Manuel Caballero, y a todos los colaboradores y amigos de esta hermosa fundación
Pintor Amalio, por su acogida para esta ocasión, para este regreso que creo que
hago con los deberes hechos. Ellos desde su fundación, con su certamen homenaje
al pintor sevillano abrieron las puertas del Barrio de Santa Cruz y de esta capital
a mis poemas hace ya tres años. Considero todo un privilegio poder disponer de
este tan bello escaparate para mi poesía, junto a estos espectaculares lienzos cargados
de fuerza, en esta casa tan llena de historia, de arte, en el barrio sevillano
por excelencia y acompañado por familiares y por tantos buenos amigos. No puedo
sino estar agradecido a la vida por permitirme disfrutar de este momento.
Un nuevo libro supone en la vida creativa de un poeta
un final y un comienzo. El final de una etapa que nacía tiempo atrás con un
libro anterior y las esperanzas que en sus páginas se depositaron; y el comienzo
de una nueva aventura que, como dice el poeta y crítico literario de San
Nicolás del Puerto, Manuel Sánchez Chamorro, se afronta con responsabilidad y preocupación, porque, al
ofrecerlo al público y a los lectores, de algún modo ya también es de ellos, y
tienen pleno derecho a opinar sobre él, a alabarlo o, por el contrario, a
ponerle reparos. Estas críticas acompañarán e influenciarán al poeta, ayudando
o entorpeciendo, su labor creadora en la nueva etapa que se intenta acometer.
Mirando más hacia el público, hacia la calle, presentar
un libro de poesía es lanzar un grito insonoro en medio de un páramo de
indiferencia. Nunca han sido propicios los vientos para la poesía, menos ahora,
cuando tal vez es más necesaria que nunca. Aún así, está demostrado que, aunque
fugazmente, casi todos en algún momento de nuestras vidas beberemos de ella. En
estos tiempos socialmente difíciles para el arte, para la poesía, una voz, la del
poeta catalán Joan Margarit nos dice: “El auge de una industria para el
entretenimiento ha sido un arma letal en manos de un poder económico y político
cuya relación con la cultura es cada vez más débil. Esta industria solo
persigue que el que la consume dé pequeños saltos en el tiempo y en una
situación lo más placentera posible, pero inútil en el sentido de que nada le
aporta salvo matar el tiempo, nada cambia para él a su salida del proceso. Todo
lo contrario a lo que ocurre después de leer un buen poema: el grado de orden
interior, felicidad o como quiera llamarse aumenta. Poco, muy poco si se
quiere, pero aumenta”.
Las fuentes
de la luz se conformó en los
8 años desde mi regreso a Alanís, con mi pequeña familia y a la casa de mis
padres, paralelamente a otros libros que esperan a fraguarse definitivamente.
Los poemas que hoy presento son los que han sobrevivido a una importante criba
de muchas lecturas y revisiones, propias y de otros amigos, poetas o no, pero
sí grandes lectores de poesía. Se queda mucho fuera que no ha encontrado su
lugar o, a mi juicio, la suficiente calidad. Los supervivientes que
aquí traigo son poemas cortos en su mayoría, algunos con estructuras del haikü
y el tanka japoneses, porque como saben los que me siguen por las redes
sociales, llevo un tiempo probando y experimentando nuevos registros que
me han llamado la atención. Y suele pasarme cuando se me abren nuevas rutas en
las que me siento más cómodo y horizontes que no parecen tan distantes, que lo
que he escrito hasta la fecha comienza a parecerme rancio, y a cada lectura a
la que lo someto le siguen o bien la papelera o bien la guillotina. Así que,
antes de destruirlo todo, he resuelto este ciclo para poder pronto abrir otro.
Pero, ¿por qué este título de Las fuentes de la luz? Siempre me ha atraído la metáfora de ver la
poesía como un manantial. Pero la poesía no es solo un venero de palabras
intencionadamente elegidas y ordenadas para expresar un sentimiento. Antes de
las palabras y del poema, debe la poesía nacer como una luz fugaz que
inesperadamente deslumbra el subconsciente, provocando una idea en respuesta a
alguna inquietud puntual del hombre: trascendente o intrascendente, moral o
amoral, religioso o laico, da igual el sentido con el que nazca, natural o
artificial, una imagen, un color, un objeto… A esta luz provocadora
trasformará, casi siempre torpemente en palabras el poeta, y la claridad o la
belleza con las que lo consiga irán siempre en función de las herramientas de
las que su formación intelectual, cultural y artística le ha dotado. Un poeta
escribe sobre lo que ha vivido, sobre lo que vive o sobre lo que cree que
vivirá, y lo contará como haya leído o como lo que esté leyendo en el preciso momento
de plasmarlo. Porque normalmente leemos con interés lo que nos atrae, lo que
nos motiva, e inconscientemente lo asimilamos, lo empleamos a nuestra manera de
entenderlo y luego lo moldeamos con nuestra propia voz, como sucede en la foto
de la portada, que pertenece al Caño de
la fuente de Santa María de Alanís: el bronce del caño moldea el caudal que
proviene de los lluviosos días del marzo pasado, y que abre al cauce del arroyo
interior que os propongo transitar en las páginas ahuesadas de mi libro.
En las primeras páginas del cauce alto se encuentra el
prólogo: “Lo que convierte a la noche en luz”, y que es fruto de un encuentro
con el pasado, o mejor dicho, de un viaje en el tiempo hasta octubre de 1982 y
mi ingreso en bachillerato. Y es que hace unos meses nos reuníamos en Cazalla
de la Sierra muchos de los que fuimos alumnos de la promoción 82-86 del
Instituto El Judío. Entre estos alumnos mi amigo y compañero Manuel Ángel Durán
Velasco. Alguien que, si bien entonces guardaba para él su amor por la poesía,
inculcado desde bien pequeño por su padre, al que se conocía en la capital del
aguardiente como el Cojo Durán, hoy se
me descubre como crítico y analista de la obra de poetas clásicos y actuales, y
desde su posición de profesor de Lengua Castellana y Literatura en un instituto
de Madrid, enriquece el libro con una magnífica reseña.
Entrando en el interior del sus páginas, abre un
primer apartado de veinte poemas con el título de No eternidad, que flotan sobre lo efímero del calendario que va
deshojando la vida. Las ausencias, el mecanismo del recuerdo con el que el ser
humano mantiene viva la llama del amor a pesar del vacío físico al que nos
aboca la naturaleza. Los instantes de calidez humana inolvidables, en los que
el afecto se transforma en leña para la futura lumbre de la memoria. Las casas
que nos vieron crecer y pasar, las calles que fueron para los niños y que hoy
quedan para la nostalgia de nuestra mirada adulta. El silencio que, como una negra
niebla, se va apoderando de nuestros pueblos. Este poema escrito en los últimos
días de invierno de 2016, bien podría englobar todos los que forman este primer
apartado del libro, se titula Los pueblos:
Anárquica ha brotado una higuera
en el viejo páramo adobe de la espadaña,
curiosa de vientos y horizontes,
de la muerte que doblan junto a ella
antiguas las campanas del pueblo.
Descuelga cálido el amanecer
su llama fluida desde el campanario
hasta el rumor perlado de las fuentes;
en muda clausura, frías
al fondo sarcófagos de cal las casas.
De la escasa infancia que juega
por la plaza, cada risa es
un destello de vida,
cada voz, cada salto es
una higuera que aviva el eco fúnebre,
fugaz del bronce ante la niebla
silenciosa e inminente del invierno;
es un bálsamo frágil, baladí
contra el desamparo,
contra el tenaz abandono,
contra el olvido
del cansado granito de los pueblos.
En
la segunda parte del libro entrego cinco grupos de reflexiones breves con
estructura de haiku y tanka, cuyo
contenido más cercano al aforismo o a la moraleja, se separa del que se le
supone a estas estrofas japonesas, que interesantes y minimalistas han encajado
a la perfección en nuestro mundo occidental: el mundo de las prisas, del tengo
tanto que hacer que ni de respirar tengo tiempo… Son los haikus pálpitos,
respiraciones que se leen en dos segundos pero que asimilarlos te saca de la
rutina durante diecisiete. Por eso están de moda, porque despiertan, nos
devuelven al ser humano que somos durante ese brevísimo espacio de tiempo. A
esta parte la he titulado Peldaños, rescatando
a mi manera la antigua metáfora de La
escala del divino ascenso (Climax
Paradisi) del monje ortodoxo Juan Clímaco, que allá por el año 600 mostraba
al cristiano el camino para lograr una correcta vida religiosa, representada
con una escala de treinta escalones que asciende al Paraíso. Por supuesto,
mis peldaños se alejan del ascenso religioso y se fijan más en el mero
aprendizaje vital, y se agrupan en: de la
experiencia, de las ausencias, de la libertad, de la verdad y del amor. Muestra
de esta segunda parte:
Amola su hacha
el tiempo en la arenisca
del abandono
Junto al arroyo
muere de sed la piedra
seca del orgullo
Por no inclinarse al agua
traga su poso oscuro
En al tercera parte, la que presta su título a todo el
conjunto, como bien dice mi amigo Manuel Durán: “poesía y vida se confunden”. Entrego 19 poemas que “abarcan — y sigo citando a Durán — no solo una vida nueva, sino también una
etapa decisiva en esa otra vida del yo poético que debe afrontar su propia
madurez desde una situación inicial de desamparo”. Y es que la poesía, y
toda creación artística, es como una amapola sola en medio de un campo de trigo.
Debe su belleza y su capacidad de llamar la atención al contraste de su color
rojo entre el verde del entorno, un entorno en el arte muchas veces y por
desgracia hostil. Y no es su rojo espontáneo, sino el fruto de una evolución,
de un aprendizaje: blanco, violáceo, rosa, rojo... Pero el aprendizaje en
poesía es también esclarecedor, y lo que antes era bello puede ahora no serlo a
los ojos del propio poeta. Por eso no es extraño que el vate pueda repudiar la
obra escrita en sus comienzos, a pesar de la satisfacción que en el momento de
su creación ésta le supuso. El propio Juan Ramón Jiménez encargo a la
desdichada Marga Gil Roësset que cada vez que entrase en una biblioteca, o en
una librería, y encontrase alguno de sus primeros libros, lo comprase o lo
robase y lo destruyese.
Estos diecinueve poemas hablan, en definitiva, de un
nuevo tiempo poético tras un encuentro con la figura objetiva del maestro, la
persona que conoce y revela las claves del oficio. Hoy la creación literaria ha
dejado de ser un “fruto” para ser un “producto”, un proceso no de dentro a
fuera sino de fuera a dentro, y que se halla sometida a factores externos muy
fuertes: mercantilismo, medios de comunicación, crítica manipulada, premios, grupos,
etc. La poesía debe ser búsqueda, debe
ser encuentro con la luz, luz que habrá de transcribirse al poema libre de afanes,
de deseos, viviendo solo, esperando solo, cuidándose de perecer ante la vanidad
de los atriles, del aplauso y del engaño de los aduladores. Debe ser la poesía
evolución y aprendizaje.
El poema Gambusino pretende reflejar esto que
digo, no sé si lo consigo. Decir que la palabra Gambusino procede de México, y
así se define al catador o al minero encargado de buscar yacimientos de oro.
Por la vereda vais cada mañana
acompañando heladas praderas o ciudades,
para cribar —ambiciosas miradas—
el cauce vacío del silencio.
Como gambusinos
en el horizonte abundado introducís
la pala oxidada y del rico torrente
catáis la gravera de palabras.
Sabéis que nunca hallasteis filón
en vuestro territorio
y que el cansancio os agarrota
remisos ya los nudillos.
Agua y barro escribís insistentes,
febriles las bateas al uso blancas,
y agitáis, y giráis la escoria
en vuestros módicos cedazos.
Pero el poema, como el oro,
aún se os resiste. Aún,
ocultos en vano lodazal de atriles,
esquiváis ese rayo
que ha de extraer su brillo.
No quiero terminar sin mencionar a poetas como Francisco
Caro, Jesús Aparicio, Nicolás del Hierro, Eduardo Merino, Antonio Colinas, Joan
Margarit o el cazallero Antonio Parrón… todos de algún modo aparecen en el
libro porque, o bien en las fuentes de sus libros bebí métricas, cadencia,
silencios, o bien recibí en persona su amistad, y con ella: enseñanza, ciudades,
parajes, afanes, nostalgias…
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