Me habló de él su dentista,
no de esa sonrisa de carpintero bigotudo
que prodigaba,
sino de la gubia reflexiva y
solitaria con la que labró sus versos:
“Fue un poeta de Guadalcanal,
Profesor de Instituto en Sevilla,
murió un puente del Pilar de no hace mucho
en un accidente de coche”.
Se apagó bajo el cielo desbordado
de aquel octubre plomizo.
Unos días antes
—él no era de esos que trabajan a
la sombra—
dejó en correos su último canto: “Cuando ya nada importa”
—esa extraña bola de cristal que atesora
el pensamiento
de un poeta—.
Cerradas en el sobre sus
palabras, selladas en silencio,
con la incertidumbre en el estribo
del tiempo,
partieron como libertarias dispuestas
al combate,
hacia el frente amable e inmortal
de la poesía.
Así se separan poema y cantor: uno
a su batalla, otro a su destino.
Volvía el hombre a su sierra, a
su Monforte,
a hollar el granito cansado de la
calle Costaleros,
a la lenta otoñada que ya prendía
el castañar de Hamapega,
a la gélida llamada de metal que
añora el cierzo
al traspasar la muda espadaña en
La Consolación,
a esperar los verdes días de sol
por venir,
de hierbazal de terciopelo, de
jaral nevado de abril,
los días que llaman a la fe en el
milagro de un pastor
que cayó de rodillas cerca del
arroyo Guaditoca,
a la jovialidad de los ancianos
jubilados por la tierra,
profusos en la alegría que desdeña
sus canas,
y que sentados en cualquier banco
musitan:
“Ese es el nieto de don Pablo.
Y dicen que es poeta”.
Después, sin más adiós que el de
su pluma,
su vida pisaba aquel peldaño vencido.
Treinta flores trenzaban su
corona de poeta
cuando aquel poema viajero,
ya huérfano del cantor y de sus
manos,
en silencio entreabría el color de
sus palabras
en el estrado de algún tribunal lejano.
Villa de Aoiz, ¿dónde queda?,
¿en qué mapa marca su círculo
negro?,
¿de qué oscuro color tiñe su
otoño?,
¿qué profundos ríos ahogan sus
vegas?,
¿qué viento dobla el bronce de
sus duelos?,
¿hacia que montes habrán dejado
de cantar los versos de sus
poetas?
Cinco sabios vieron en aquel silbo
de Sierra Morena
el más personal y serio de cuantos
arribaron.
Resolvieron el título del ganador:
“Cuando ya nada importa”
Otra flor, una más, la más dolorosa,
la última para cerrar
el trenzado de su, aún fresca, corona
funeraria.
Y habló el secreto, su plica
póstuma,
desde un Madrid que ya es cimiento
en su recuerdo.
El Café Gijón, -el ara de los
cantores-,
callaba cuando un tal Alberto de Cuenca dijo su nombre:
Andrés Mirón, Poeta de
Guadalcanal…
Del libro "Poemas del Km.3"
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