18 septiembre 2022

NOMBRES PARA UNA FIESTA


NADIE me contó aquel ocho
de septiembre del año treinta y seis.

Un fanático incendio arrasaba desde el Sur:
costaba dos perras la vida, corrían
fratricidas la sangre y la muerte, cotidianas,
sin mirar la edad ni los achaques.
El viento hostil del odio atrincherado
en graníticas ideas
hería con sus huestes esta tierra.
Cavaban infames fosas de olvido
la intolerancia, la venganza…

El cierzo en la sierra olía a techumbre de otoño,
a buques de algodón preñados de montanera,
a verdeo en el olivar,
a chopo blanco de ocres salpicado.
El rojo sol se entregaba a su lecho
tras las sombrías llamas del cementerio.
Desde los campanarios pregones de bronce
llamaban a una fiesta que ardería
con el trueno de las balas.

Antigua rebeca de hilo traía la brisa
calle arriba erizando el pudor, la calidez
de las muchachas.
Los mozos alerta —inquieta sonrisa—
temían frío el abrazo del miedo.

Presentían el luto las esposas
ateridas a la madera entreabierta y agrietada
de los portales; la viudez
les rondaba, silenciosa llaga, los pechos;
la orfandad retaba el humus de sus entrañas.

Mis antepasados me hablaron siempre
de la fiesta: del hijo de un dios muerto,
cadáver en los brazos de su madre
y a la espalda alta una cruz
que se alaba estandarte del perdón.
Y la madre siempre avivando en su pecho
el puñal, el dolor eterno,
venerado símbolo que le humedece el rostro…

Pero no demuestra olvido
ni la quietud de una talla; ni su llanto estéril
puede perdonar, ni cavar la tierra…
Tierra que espera abierta enterrar la memoria
que desangra el lacrimal del recuerdo,
después de tanto tiempo…

Fue en el camión de un panadero:
se llevaron a los hombres,
los hijos, los padres… Y ellas quedaron
sin besos, sin abrazos,
para siempre vacías sus miradas,
sus ojos sin luz, lienzos de soledad,
cuerdas de silencio,
nudos que ataron su grito en los cuerpos.

Corto viaje entre tapias oscuras,
como malhechores,
tembloroso camino de negras piedras,
sudario de yedra, de árido musgo,
fuente encantada y arroyo negro.
Iba el miedo escondido en la tela blanca:
sombras contra el muro blanco,
nombres de cal, de cuneta nombres, nombres…

Rozó sus pieles el último sol, —¡Carguen!—
el último ocaso, —¡Apunten!—,
el único adiós… —¡Fuego!—
Gritó su palabra el lenguaje del odio.
Los fusiles blandieron su orden de pólvora y metal,
hurtaron al espíritu sus cuerpos.

Nada se oyó por las calles,
solo en el viento campanas de fiesta,
el secreto que para sí quiso el plomo
cebando el olvido de bronce.
¿Cómo una simple cerilla podría incendiar un lago?
¿Cómo callar una fiesta que marca
su fecha con sangre?

Un día, alguien me habló
del ocho de septiembre del año treinta y seis:
son hijos, sobrinos, nietos… aún van buscando
en aquella sal que brotaba constante,
en aquella mirada vacía,
en aquel puñal de luto eterno.

Todavía lloran — me dijo—, es esa fiesta gris,
de dolor, de rencor y memoria,
nombres que esperan en una fosa
que las campanas desvelen su secreto, la injusticia,
que vistan crespones negros, y volver,
volver desde ignota tierra
porque aún no han regresado al pueblo.

1º Premio 
LIII Certamen Literario Ciudad de Alhama (Granada)
(2016)

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